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2 cuentos breves de José Lalupú

Historieta a cerca del amor


Eva no había elegido a Adán, tampoco Adán la había elegido a ella: el amor era entre ellos una deliciosa imposición divina. Como nadie los había instruido acerca de los engranajes del amor, la primera vez anduvieron perdidos en simulacros y los cuerpos no encontraban su lugar; así que al Hacedor no le quedó más remedio que intervenir. Desde entonces, cada noche, Eva sentía en las entrañas la cornada de Adán mientras sus cuerpos desnudos reflejaban la luna también desnuda: se sentían en el paraíso.

Noche a noche, todas las noches, fueron bebiéndose la dulce novedad del amor; hasta que, noche a noche, el ejercicio de deshabitarse se convirtió en una danza repetida en la que cada paso ya había sido ejecutado mil veces entre las hojas y en el espejo del sueño. Entonces, todo cambió: respiraban juntos, pero mil edenes los separaban. El verde aliento del paraíso se volvió gris, y las noches, antes tan ruidosas en su lecho, se tornaron silenciosas. Una noche, los cuerpos de Adán y Eva no se tocaron.

Con el tiempo, Adán empezó a ausentarse horas y horas. Eva caminaba sola por el paraíso y escuchaba voces que viajaban en el viento de las hojas. Hasta que una noche, tras dos lunas ausente, Adán se acostó a su lado y ella sintió que traía prendido a la piel un olor que no les pertenecía. Solo cuando estuvo dormido pudo palpar con sus manos la purita verdad: a Adán le faltaba otra costilla.


Fábula del patriarca del sur


El patriarca del sur era hombre duro y glorioso, de los que deberían estar en una buena novela y no en la realidad. Muchas leyendas se contaban acerca de sus puños de acero, de su aliento de fuego y de su mirada divina que traspasaba hasta el pensamiento más recóndito.


Muchos años antes, cuando había liderado una revolución de cien mil hombres, que sembró de fuego todo el mundo conocido y que borró de la faz de la tierra la tiranía, sus lugartenientes habían sentido al pelear hombro con hombro con él, su apasionamiento por la sangre tirana, pero también su augusta mirada capaz del perdón y el olvido.


El patriarca del sur, una vez sentado en el magnífico trono del tirano, usando ya las charreteras, las botas, la espada y hasta la costumbre de doblarse el mostacho como él, había guiado las riendas de su nación de caballos jóvenes, fuera de la órbita del sistema.


A los poderosos les dolía como una piedra en el zapato su independencia de oveja negra, su deseo de inventarse un paraíso aislado del resto del mundo. Pronto se dieron cuenta de lo peligroso que podía resultar una nación libre y desde entonces lo aguardaban siempre junto a los caminos, murmurando, esperando la oportunidad para tenderle una trampa.


Una mañana hermosa, cubierta por un cielo celeste, tan intenso y tan hermoso, que le provocaba a uno correr por la llanura, saltar sobre los montes y de un brinco sumergirse entre las nubes para volar; mientras celebraban 20 años de libertad en la plaza mayor, una bala desatinada había pasado junto al patriarca que en ese momento ofrecía su discurso anual, y le había partido el cráneo a Toro Mazote, su compañero de armas, su mano derecha, su hermano de toda la vida.


El viejo patriarca, según decía la leyenda nunca había sentido miedo. Fue a sus asesores, unos señores que iban a todos lados vestidos de pitimini, a quienes se les ocurrió la idea de resguardarlo en la repetición: dar vida a los dobles.


Después de un largo y burocrático proceso de selección, se eligieron siete. Se descartó a muchos, algunos por la sencilla razón de respirar desapasionadamente, o por su incapacidad para impostar la mirada franca del patriarca. Una vez seleccionados se les pasó por las manos del maquillaje, de la cirugía estética. A uno se le levantó un poco alguna ceja, a otro se le quitó una arruga, a otro se le añadió otra tanta. Finalmente el parecido fue tan sincero que el día de la presentación el patriarca tuvo la sensación de entrar a una habitación llena de espejos. Después de copiar los gestos y las expresiones de padre severo de su líder, se les confinó en un palacio de frutas, caramelos y chocolate, a vivir una imposible vida de reyes, en medio de una pradera celestial que sólo podía existir en la imaginación. El patriarca se perdió entre sus dobles como oveja en rebaño grande.


El patriarca tenía ahora quienes mantuvieran el mito, quienes corrieran los riesgos públicos. Hombres capaces del sacrificio, y la muerte, y el silencio.


Sin embargo los problemas no tardaron mucho en aparecer (y cómo, en los cuentos como en la vida misma las dificultades nos acechan en cada recodo del camino, embelleciéndolo): el parecido era tan agobiante, que un día el doble número uno le dijo al doble número dos, creyéndolo el patriarca, que estaba muy orgulloso de representar el papel de doblarlo. El número dos no rectificó el error porque le divirtió la situación. Esa noche soñó con un mundo global en el que él era el único rey. Días después en un banquete en el que el vino y la cerveza corrieron como ríos por unos canalitos que desembocaban en las mesas, el doble número tres le dijo al doble número cuatro, ya embrutecido por las copas, que estaba dispuesto a morir por él, creyéndolo el verdadero. El número cuatro hasta se sintió real porque no era la primera vez que lo confundían. En ese momento y sólo por un instante una gaviota negra cruzó veloz por su mente: ¿por qué no usurpar el trono? Pero luego su mirada atravesó la enorme sala de oro y se encontró con la mirada del venerable patriarca, que por el modo en que ladeaba los ojos y el mentón, y por la forma en que lo miraba traspasándolo con la espada de sus ojos, parecía estar leyendo sus pensamientos como quien lee los subtítulos de una película. El número cuatro bajó la vista, arrepentido, y no estuvo seguro de haber visto al verdadero.


Así empezaron una serie de confusiones que alimentaron el caos, la comprobación de que la igualdad puede ser tan peligrosa como la diferencia. Si en Babel la abrupta diferencia que Dios sembró entre los hombres los llevó a la confusión, también la perfecta igualdad podía lograrlo. Y sobre todo la comprobación de que a un número indeterminado de hombres no les puede corresponder un único espíritu.


Por su parte el patriarca, extraviado entre los dobles había elegido el silencio. Sentía que desde el doblaje había dejado de ser él mismo, se sentía adulterado.


Una mañana de revelaciones mataron a uno de los dobles mientras asistía a una ceremonia. Una lluvia de misiles barrió con el hotel en que se realizaba el convite. Esa tarde el patriarca bebía una copa de vino rojo mientras veía por la televisión cómo la prensa internacional informaba de su muerte. Exhibían pruebas de ADN, comparaban videos, mostraban fotografías irrefutables. “Entonces es cierto que estoy muerto” - rió. Se sintió cansado. Y en ese momento más que nunca, en compañía de los dobles, se sintió perdido, incapaz de hallar su verdadero cuerpo.


Días después el doble número cinco le dijo al patriarca creyéndolo una de las copias, que todo había sido una estratagema: los asesores los habían presentado ante un falso verdadero patriarca. En realidad el patriarca ya estaba cansado de su pueblo y había decidido jubilarse para pasar sus últimos días en una playa del Caribe.


El patriarca ni siquiera pudo ir a pedir explicaciones a los asesores, se sentía muy fatigado. “Si en verdad el patriarca ya está en el Caribe disfrutando del sol, se ha olvidado de su cuerpo acá” – pensó.


Al siguiente día mientras desayunaban, el doble número seis le confesó algo: había espiado a los asesores y les había oído decir una cosa terrible: que para elevar al nivel de secreto único la identidad del patriarca se habían servido de una treta: lo habían puesto entre los dobles el día de la presentación.


Entonces sí dudó, creyó que todo era un engaño, que él también era uno de los dobles y que toda su vida no era más que una estrategia, un falso recuerdo, una trampa de las grandes potencias para desaparecerlo del mapa.


Esa tarde, mientras fumaba un habano en la bañera y pensaba en una hermosa muchacha de piel morena y caderas de pantera a la que había desflorado durante la travesía de una guerra que ni él mismo sabía para qué había servido, porque él y nadie mejor que él sabía que todo había sido un engaño, que todo eso de la patria libre era una novela romántica, y mal escrita lo peor, porque habían arrancado a tiros del trono a un tirano para poner a otro en su lugar; de pronto hubo un bombardeo, una de esas lluvias de fuego bíblicas que no fallan.


El Patriarca murió desangrándose lentamente, incapaz del miedo, pero quemándose en la incertidumbre de saber quién era realmente, y cómo le habían robado esa falsa bella vida que él recordaba.


José Lalupú Valladolid (Chulucanas, 1981). Primer puesto en el área de cuento y poesía en los Juegos Florales de la Facultad de CCSS y Educación de la UNP (2001); Primer puesto en el área de cuento en el mismo certamen (2003). Asimismo, fue ganador del Concurso de Cuentos para Escritores Noveles organizado por la Editorial Pluma Libre (2007).


Publicaciones: poesía: Haykus (Hesperya, Asturias, 2008), Es la garúa ( América, Lima, 2012); cuentos: Ciudad Acuarela (Altazor, Lima, 2013) y Perra memoria (Lengash, Piura, 2015).


Fotografía: Lady Gálvez



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