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PASIÓN Y MUERTE, un cuento de Jonathan Maza

PASIÓN Y MUERTE

El hombre llevaba dos mil diecinueve años muriendo de la misma forma. Le faltaba apenas una semana para sentir los afilados clavos, los profundos azotes y la corona de espinas que su propia gente con fervor y placer le colocaba. Dicho personaje, de ojos negros y de piel nazarena, rogaba al Dios de los cristianos que sus fieles dejasen en paz su milenario cuerpo. La respuesta fue obvia – Yo no puedo hacerlo, solo soy el dios que juega a los dados – le dijo. El destino del pobre hombre estaba escrito. Su fantasiosa historia estaba plasmada en tablas, papel y webs; incluso antes de nacer, unos barbudos habían dicho que estaba condenado al morbo de sus seguidores. Este año la historia no sería diferente, y a seis días de tales eventos el hombre se tendió sobre su cama repasando en su mente todo lo que había de venir, y al filo de la noche, con un adormecimiento en la lengua de tanto maldecir, durmió. La mañana siguiente se dejó escuchar cuando entraba por la ventanita de madera, que había dejado entreabierta por el calor que el miedo y la cólera le habían ocasionado la noche anterior. Un hilo de aire entró por la rendija, movió y al mismo tiempo hizo crujir unos papeles. El tipo despertó, las imágenes de las horas atrás seguían centradas en su cabeza y no tuvo otro camino que arreglarse para la ocasión. Se miró al espejo y notó que algo estaba cambiando en sus ojos; su negro azabache había amanecido con manchas de un tono bilioso. Pensó –me estoy poniendo viejo. Ese día el itinerario era salir, robar un burro y conquistar la ciudad. Al cruzar el dintel de la puerta, tocó el bolsillo izquierdo de su pantalón para asegurarse que llevaba el minilibro donde estaba escrita su historia. Sabía que, aunque tuviera buena memoria, el miedo escénico le hacía olvidar sus sesudas parábolas. Se tardó exactamente veintidós segundos, en dar veintidós pasos, para llegar a la esquina veintidós, a la vuelta de su casa. Miró rápidamente a su alrededor y no había rastros de vida humana ni de vida animal. En su memoria de dos mil años no encontraba ninguna imagen parecida. Extrañado, pero seguro de lo que iba hacer, recordó que al sur de su localidad podía encontrar un burro. Al término de su pensamiento, le sobrevino una tos estruendosa que parecía salir incluso más allá de su garganta. Se apresuró a respirar profundo y a juntar saliva para tragarla en grandes cantidades. Ya calmado continuaría su itinerario sino fuera porque un grupo de hombres uniformados con caras rudas lo hicieron detenerse. Soy Jesús – se adelantó a decirles antes de que le preguntasen. ¿A dónde vas? – Le dijeron. Estoy salvando al mundo – respondió. ¿Qué sabes hacer? ¿eres médico? – Soy el hijo de Dios, no me reconocen, déjenme pasar. Uno de los soldados, el que parecía menos inteligente de todos, se acercó para aplicarle una cachetada y llevárselo; pero su compañero más alto, el de mascarilla 3M, le cogió la mano y cerca de su oído repitió dos veces: este hombre no hizo nada malo. Casi de inmediato, miró al nazareno y le dijo: esta burla te la pasaré por alto, entra a tu casa, no me olvidaré de ti, te prometo que si te veo afuera te llevaré y hoy estarás conmigo en la comisaria, Jesús. ¿Qué podía hacer frente al poder de esos hombres? No le quedó de otra que entrar y orar; entonces, jaló una silla, acarició su cara, se sentó y dejó escapar su impotencia, junto a estas palabras: Dios, no logro entender qué está pasando. Encerrado, el primer día sintió que su destino se estiraba demasiado; pero, poco a poco, se fue a costumbrando, y en lugar de compadecerse de su falta de propósito, plan, destino, o como se le llame, los días que estuvo encerrado sin poder salir los usó para leer, tocar guitarra y reparar un estante de madera. A veces, intentaba salir para comprar algo; pero se desanimaba pronto al recordar las palabras del uniformado. Por eso tomó la decisión de un día comer y otro no, hasta al fin de semana. Así pasó su cuarentena, noticia apodíctica que aquel hombre no se había enterado porque no tenía una pantalla o un radio. El jueves luego de cenar esperó a sus verdugos, pero estos no llegaron; después de dos horas se durmió convencido que, aunque no había salido en el burro, ni habían llegado a apresarle, igual al otro lado del viernes 3, a las 3 de la tarde, lo que le esperaba era la muerte. El viernes, cuando el reloj de pared alzó las manecillas al cielo y dio doce campanadas, Jesús empezó a sentir como el miedo le oprimía el pecho y fue tanto que no lo dejaba respirar; a partir de ese momento una tos seca le invadiría la garganta con insistencia. Sin embargo, pareciera que algo divino, lo estaba librando del trago amargo. Se calmó. Y al final de ese primer viernes de abril, la fiebre que empezaba a subirle ya no tenía importancia; ya que el cambio de su destino le provocó una alegría que nunca antes se había visto y experimentado en este universo. Ahora, que nadie había venido a apresarle, Jesús sin su cuerpo nutrido de miedo se bebió todo el vino, sin pensar en los doce que estaban encerrados en sus casas guardando cuarentena. El sábado había dos buenas razones para quedarse en la cama hasta el otro día; uno por la resaca, y el otro por la tos y la fiebre que se hacía más intensa. En la madrugada del domingo, el gallo del vecino cantó tres veces, lo despertó, pero no se levantó hasta que dieron las cinco de la mañana. Caminó a trompicones en parte por la escasa luz que llegaba a sus ojos manchados y en parte porque sentía que cargaba el peso de la cama en su espalda. Asomó su cabeza, luego dio dos pasos a la calle y miró alrededor; se dio cuenta que, con un lazo negro en el pecho, venía dos de los cuatro uniformados de la semana pasada. No sería nada bueno si estos me vuelven a ver fuera, se dijo en voz baja. Así que entró lo más rápido que pudo. Se dejó caer detrás de la puerta y recogió sus piernas. Producto de la fiebre se imaginó que los militares entraban, lo golpeaban a patadas, le reventaban las manos y le hacían cargar una cruz hasta una fosa común. Pero, nadie llamó ni tocó a la puerta. Entonces, empezó a escuchar una voz dentro de él que lo animaba a salir; es así que, cuando calculó que los uniformados llegaban al extremo de la siguiente esquina, se asomó por segunda vez. Observó dos veces su norte y sur antes de dar un paso. En ese momento, Jesús sintió algo sobre su cabeza y se dio cuenta que era una lechuza que rompía el silencio del cielo. Alzo sus ojos, se la quedó mirando y gritó: ¿Dios me escuchas? Bajó su cabeza y se respondió, ¡Ya sé que no! Esta falta de comunicación la he visto repetirse en cada historia de cada hombre – finalmente exclamó - ¿por qué nos has abandonado? Es posible que las pocas fuerzas del hombre no le dejaran avanzar mucho; pero sacó ese impulso divino que todos tenemos, y caminó unos cientos de metros al ritmo de un reloj de péndulo antiguo. Sus últimos pasos los sintió como si estos rebalsaran por encima de aquel mundo silencioso. Cuando se detuvo, Jesús balbuceó: está escrito, era necesario que el hombre padeciera. Sin ninguna instrucción ya que seguir, extendiendo sus manos a los cielos, el hijo del hombre cayó muerto mientras los virus escapaban de su boca.


JONATHAN MAZA PACHERRE nació en Piura el 31 de marzo de 1986. Es Licenciado en Educación y estudiante de Derecho y Ciencias políticas. Actualmente, administra la página NoticiasAlPASO.



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