PASIÓN Y MUERTE
El hombre llevaba dos mil diecinueve años muriendo de la misma forma. Le faltaba apenas una semana para sentir los afilados clavos, los profundos azotes y la corona de espinas que su propia gente con fervor y placer le colocaba. Dicho personaje, de ojos negros y de piel nazarena, rogaba al Dios de los cristianos que sus fieles dejasen en paz su milenario cuerpo. La respuesta fue obvia – Yo no puedo hacerlo, solo soy el dios que juega a los dados – le dijo. El destino del pobre hombre estaba escrito. Su fantasiosa historia estaba plasmada en tablas, papel y webs; incluso antes de nacer, unos barbudos habÃan dicho que estaba condenado al morbo de sus seguidores. Este año la historia no serÃa diferente, y a seis dÃas de tales eventos el hombre se tendió sobre su cama repasando en su mente todo lo que habÃa de venir, y al filo de la noche, con un adormecimiento en la lengua de tanto maldecir, durmió. La mañana siguiente se dejó escuchar cuando entraba por la ventanita de madera, que habÃa dejado entreabierta por el calor que el miedo y la cólera le habÃan ocasionado la noche anterior. Un hilo de aire entró por la rendija, movió y al mismo tiempo hizo crujir unos papeles. El tipo despertó, las imágenes de las horas atrás seguÃan centradas en su cabeza y no tuvo otro camino que arreglarse para la ocasión. Se miró al espejo y notó que algo estaba cambiando en sus ojos; su negro azabache habÃa amanecido con manchas de un tono bilioso. Pensó –me estoy poniendo viejo. Ese dÃa el itinerario era salir, robar un burro y conquistar la ciudad. Al cruzar el dintel de la puerta, tocó el bolsillo izquierdo de su pantalón para asegurarse que llevaba el minilibro donde estaba escrita su historia. SabÃa que, aunque tuviera buena memoria, el miedo escénico le hacÃa olvidar sus sesudas parábolas. Se tardó exactamente veintidós segundos, en dar veintidós pasos, para llegar a la esquina veintidós, a la vuelta de su casa. Miró rápidamente a su alrededor y no habÃa rastros de vida humana ni de vida animal. En su memoria de dos mil años no encontraba ninguna imagen parecida. Extrañado, pero seguro de lo que iba hacer, recordó que al sur de su localidad podÃa encontrar un burro. Al término de su pensamiento, le sobrevino una tos estruendosa que parecÃa salir incluso más allá de su garganta. Se apresuró a respirar profundo y a juntar saliva para tragarla en grandes cantidades. Ya calmado continuarÃa su itinerario sino fuera porque un grupo de hombres uniformados con caras rudas lo hicieron detenerse. Soy Jesús – se adelantó a decirles antes de que le preguntasen. ¿A dónde vas? – Le dijeron. Estoy salvando al mundo – respondió. ¿Qué sabes hacer? ¿eres médico? – Soy el hijo de Dios, no me reconocen, déjenme pasar. Uno de los soldados, el que parecÃa menos inteligente de todos, se acercó para aplicarle una cachetada y llevárselo; pero su compañero más alto, el de mascarilla 3M, le cogió la mano y cerca de su oÃdo repitió dos veces: este hombre no hizo nada malo. Casi de inmediato, miró al nazareno y le dijo: esta burla te la pasaré por alto, entra a tu casa, no me olvidaré de ti, te prometo que si te veo afuera te llevaré y hoy estarás conmigo en la comisaria, Jesús. ¿Qué podÃa hacer frente al poder de esos hombres? No le quedó de otra que entrar y orar; entonces, jaló una silla, acarició su cara, se sentó y dejó escapar su impotencia, junto a estas palabras: Dios, no logro entender qué está pasando. Encerrado, el primer dÃa sintió que su destino se estiraba demasiado; pero, poco a poco, se fue a costumbrando, y en lugar de compadecerse de su falta de propósito, plan, destino, o como se le llame, los dÃas que estuvo encerrado sin poder salir los usó para leer, tocar guitarra y reparar un estante de madera. A veces, intentaba salir para comprar algo; pero se desanimaba pronto al recordar las palabras del uniformado. Por eso tomó la decisión de un dÃa comer y otro no, hasta al fin de semana. Asà pasó su cuarentena, noticia apodÃctica que aquel hombre no se habÃa enterado porque no tenÃa una pantalla o un radio. El jueves luego de cenar esperó a sus verdugos, pero estos no llegaron; después de dos horas se durmió convencido que, aunque no habÃa salido en el burro, ni habÃan llegado a apresarle, igual al otro lado del viernes 3, a las 3 de la tarde, lo que le esperaba era la muerte. El viernes, cuando el reloj de pared alzó las manecillas al cielo y dio doce campanadas, Jesús empezó a sentir como el miedo le oprimÃa el pecho y fue tanto que no lo dejaba respirar; a partir de ese momento una tos seca le invadirÃa la garganta con insistencia. Sin embargo, pareciera que algo divino, lo estaba librando del trago amargo. Se calmó. Y al final de ese primer viernes de abril, la fiebre que empezaba a subirle ya no tenÃa importancia; ya que el cambio de su destino le provocó una alegrÃa que nunca antes se habÃa visto y experimentado en este universo. Ahora, que nadie habÃa venido a apresarle, Jesús sin su cuerpo nutrido de miedo se bebió todo el vino, sin pensar en los doce que estaban encerrados en sus casas guardando cuarentena. El sábado habÃa dos buenas razones para quedarse en la cama hasta el otro dÃa; uno por la resaca, y el otro por la tos y la fiebre que se hacÃa más intensa. En la madrugada del domingo, el gallo del vecino cantó tres veces, lo despertó, pero no se levantó hasta que dieron las cinco de la mañana. Caminó a trompicones en parte por la escasa luz que llegaba a sus ojos manchados y en parte porque sentÃa que cargaba el peso de la cama en su espalda. Asomó su cabeza, luego dio dos pasos a la calle y miró alrededor; se dio cuenta que, con un lazo negro en el pecho, venÃa dos de los cuatro uniformados de la semana pasada. No serÃa nada bueno si estos me vuelven a ver fuera, se dijo en voz baja. Asà que entró lo más rápido que pudo. Se dejó caer detrás de la puerta y recogió sus piernas. Producto de la fiebre se imaginó que los militares entraban, lo golpeaban a patadas, le reventaban las manos y le hacÃan cargar una cruz hasta una fosa común. Pero, nadie llamó ni tocó a la puerta. Entonces, empezó a escuchar una voz dentro de él que lo animaba a salir; es asà que, cuando calculó que los uniformados llegaban al extremo de la siguiente esquina, se asomó por segunda vez. Observó dos veces su norte y sur antes de dar un paso. En ese momento, Jesús sintió algo sobre su cabeza y se dio cuenta que era una lechuza que rompÃa el silencio del cielo. Alzo sus ojos, se la quedó mirando y gritó: ¿Dios me escuchas? Bajó su cabeza y se respondió, ¡Ya sé que no! Esta falta de comunicación la he visto repetirse en cada historia de cada hombre – finalmente exclamó - ¿por qué nos has abandonado? Es posible que las pocas fuerzas del hombre no le dejaran avanzar mucho; pero sacó ese impulso divino que todos tenemos, y caminó unos cientos de metros al ritmo de un reloj de péndulo antiguo. Sus últimos pasos los sintió como si estos rebalsaran por encima de aquel mundo silencioso. Cuando se detuvo, Jesús balbuceó: está escrito, era necesario que el hombre padeciera. Sin ninguna instrucción ya que seguir, extendiendo sus manos a los cielos, el hijo del hombre cayó muerto mientras los virus escapaban de su boca.
JONATHAN MAZA PACHERRE nació en Piura el 31 de marzo de 1986. Es Licenciado en Educación y estudiante de Derecho y Ciencias polÃticas. Actualmente, administra la página NoticiasAlPASO.