top of page

"Redención", por Paul Cardoza

La última pesadilla me hizo despertar súbitamente. Estaba empapado de sudor y tenía adormecidos los brazos. Todavía podía escuchar sus voces en mi cabeza. María dormía a mi lado. Me senté en la cama y tomé el celular. Eran las 3 de la mañana, hora a la que siempre había temido desde la muerte de mis abuelos y mis padres. Fui al baño. Algo involuntario me llamaba a hacerlo, pues no podría decir que se tratara de una necesidad real. Sin embargo, conforme avanzaba, fui encendiendo todas las luces, menos la del cuarto de mi hijo. De pronto, me hallé frente a la puerta de mi objetivo, la abrí y con el apuro olvidé cerrarla. Sentí que las dimensiones de esa parte de la casa habían aumentado enormemente de tamaño. El lavatorio parecía estar a más de 10 metros del urinario y este, a más de 15 metros de la puerta. No recuerdo en qué momento me coloqué frente al espejo del lavabo para intentar encontrarme en medio de esa oscuridad –sí, la oscuridad que había solo en ese lugar de la casa–. No tuve éxito, pero tenía la plena certeza de que se trataba de algo usual. Entonces, empezó otra vez la pesadilla. La luz del baño se encendió, me quedé paralizado frente al espejo y los pasos de alguien empezaron a escucharse detrás de mí. Luchaba contra esa parálisis de sueño que otra vez me atormentaba. Solo pude recitar las plegarias que me enseñó mi abuela, que eran necesarias para liberarme de cualquier presencia maligna que me persiguiera en sueños. Al fin, dejé de sentir los pasos y pude moverme para volver a mi habitación. Tomé nuevamente el celular para ver la hora. Seguían siendo las 3 en punto de la mañana. No podía estar pasando eso, estaba seguro de haber ido al baño y haber utilizado el lavatorio… tenía fríos los pies y húmedas las manos. No había duda de que llevaba tiempo despierto y que había caminado desde la habitación hasta el baño. Me pellizqué y no sentí dolor, tal vez por un adormecimiento de los brazos. Otra vez me puse de pie, pero ahora para dirigirme al altar de la sala, donde estaban las imágenes de mis abuelos y de mis padres. No recuerdo haber dejado encendidas las velas misioneras, pero lo estaban. Tomé el rosario y escuché la voz de mi abuela diciéndome “Ya es hora que vengas. No te sigas atormentando”. No entendía a qué se refería. Lo único que recuerdo es que me aferré a su cálida voz y me transporté a la época donde corría por el patio de su casa. Ahí me recostaba en el piso para oír el canto de los de abajo, quienes me llamaban para escucharlos, para decirles que pronto saldrían y que yo me encargaría de ellos. Volví en mí y encontré la respuesta que tanto quería. No sufría de parálisis de sueño, las presencias que sentía eran de los otros con los que había hablado de pequeño. Sin saberlo, desde siempre entablé comunicación con seres atormentados, enterrados debajo de la casa de mis abuelos. Venían por mí. Esta vez no me dejarían en paz si no cumplía el sacrificio que no se atrevieron a realizar mis antepasados. Para ellos hubiera sido sencillo, pero para mí que ya era padre de familia no sería nada fácil. La voz de mi abuela se apagó justo cuando las velas callaron su incandescencia. Seguía quieto, con la supuesta parálisis de sueño atormentándome. Fui a la cocina y tomé el cuchillo más grande y filoso que teníamos. Desde ese lugar, el cuarto de mi hijo estaba antes que el mío. La puerta estaba abierta. Él dormía tranquilamente, como es normal en un bebé de año de nacido. Estaba seguro de que no gritaría. Enterré el cuchillo fácilmente en lo profundo de su corazón. La sangre brotaba incesantemente, y eso me puso más nervioso. De pronto, escuché la voz de mi mujer, tal vez sobresaltada por el presentimiento natural que tienen las madres cuando sus hijos corren peligro. Mi mujer avanzaba presurosa al cuarto de nuestro pequeño hijo en el momento en que las voces me exigían un sacrificio más. Me juraban que no volverían a molestarme, nunca más. Me escondí detrás de la puerta. Cuando María entró percibía el olor a sangre y encendió la luz de la recámara, se dirigió horrorizada hacia nuestro hijo e inmediatamente, me abalancé hacia ella para clavarle el cuchillo en la espalda. Una, dos, tres y hasta siete veces… de pronto, el silencio y el suelo teñido de sangre. Los de abajo empezaron a salir como espíritus. Podía verlos, tenían cara de niños, eran niños que habían sido abortados y enterrados debajo de la casa de mi abuela. Recién entendí que los de abajo habían tenido comunicación con mi madre y mi abuela. Pero ellas no se atrevieron a sacrificar a sus hijos. La redención se obtiene en igualdad de condiciones y si los muertos habían sido almas inocentes, los sacrificados también tendrían que serlo. La muerte de mi esposa, tal vez fue porque inconscientemente quería evitarle el sufrimiento de ver a su hijo muerto. Una madre jamás podría matar a su hijo. Solo los hombres que somos a veces lo más repudiable de la naturaleza podemos hacer el trabajo sucio, el que nos convierte en alimañas o parásitos que quieren comerse el mundo entero.


Paul Cardoza Nizama (Piura, 1991)

Licenciado en Ciencias de la Educación por la Universidad de Piura. Ha sido ponente en el I Congreso Internacional de Cultura Norperuana “Doscientos años de artes, letras y vida cotidiana” (2016) con la ponencia titulada “Piura en la Literatura Regional Contemporánea”. En el 2018 publicó en coautoría el libro “Desafío de la brevedad. Antología de la microficción en Piura”. Actualmente, es miembro del Círculo Literario “Tertulia Cero” y Jefe de redacción de la revista Hueso Duro.




105 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo
bottom of page